Caminaba. Caminaba una conocida vuelta: la del tercer círculo del infierno, en que los condenados deben leer en voz alta y repetir lo que leen, sin titubear ni equivocar ni detenerse, hasta que la perfección brote de sus labios, hasta el momento en que un único discurso sea pronunciable, el leído, el repetido, el aprendido. Las distracciones cuestan caras. Cuéntase de dos desgraciados condenados que erraron la lectura y debieron repetirla por otros dos años.
Caminaba. Caminaba una conocida vuelta: la del círculo que no admite detención ni por el más urgente llamado. Del círculo en que los condenados, en ocasiones, encuentran compañía; pero siguen caminando. Algunos tropiezan. Otros se detienen sin cumplir nunca su condena. Atrapados para siempre en el lugar de los tormentos, expulsados a otra, desconocida, vuelta. No dejarán nunca de caminar.
Caminaba. Se cruzaba frente a mí que escapé del tormento primero, ganando el derecho a detenerme; con sudor, con iguales horas de condena, repeticiones y voces en alto. Que escuchaba a la condenada en sus penosos pasos a la lejana primera libertad; que oía sus bramidos y lamentos, a pesar del tono opaco y callado. Sus cadenas eran inolvidables, no era la única que las usaba; sin embargo, estaba allí, y caminaba. Se cruzaba frente a mí y me evitaba. Los años no habían pasado en vano en el tercer círculo. El dominio de los pasajes se volvía inevitable, pero no yo.
Las vueltas no terminaban. El repetir constante seguía su natural curso en el tercer círculo. Finalmente la condena se acabó.
Y no saludó.
(Y yo tampoco).
Caminaba. Caminaba una conocida vuelta: la del círculo que no admite detención ni por el más urgente llamado. Del círculo en que los condenados, en ocasiones, encuentran compañía; pero siguen caminando. Algunos tropiezan. Otros se detienen sin cumplir nunca su condena. Atrapados para siempre en el lugar de los tormentos, expulsados a otra, desconocida, vuelta. No dejarán nunca de caminar.
Caminaba. Se cruzaba frente a mí que escapé del tormento primero, ganando el derecho a detenerme; con sudor, con iguales horas de condena, repeticiones y voces en alto. Que escuchaba a la condenada en sus penosos pasos a la lejana primera libertad; que oía sus bramidos y lamentos, a pesar del tono opaco y callado. Sus cadenas eran inolvidables, no era la única que las usaba; sin embargo, estaba allí, y caminaba. Se cruzaba frente a mí y me evitaba. Los años no habían pasado en vano en el tercer círculo. El dominio de los pasajes se volvía inevitable, pero no yo.
Las vueltas no terminaban. El repetir constante seguía su natural curso en el tercer círculo. Finalmente la condena se acabó.
Y no saludó.
(Y yo tampoco).